Si tengo tengo que
empezar a explicar porque me gusta tanto leer...mi memoria se remonta
hasta el principio de mi infancia.
Todo empezó con un
ritual que todos los padres conocen.
El niño (en este caso,
la niña que era yo) que no se quiere ir a la cama y al que hay que
contarle un cuento para lograr dicho fin. En mi caso personal, fue mi
padre quién empezó a contarme cuentos, sentado a la vera de mi
cama.
Mis recuerdos hacen que
sea capaz de recordar sensaciones, ruidos, olores. Sensaciones, que
me transportan a poder sentir el calor de aquella cama de mi vieja
habitación, debajo de aquellas mantas que pesaban tanto pero que, a
su vez, tanto calentaban. La habitación a oscuras, con la sola
iluminación de una rayita de luz que proveniente de la cocina,
iluminaba la silueta de mi padre. Y su olor...¡lo bien que olía!,
hacía que me trasmitiese una sensación de seguridad y de
tranquilidad con la que luego, posteriormente, me dormía. Y en este
contexto que describo, soy capaz de volver a oír su voz...que
empezaba a contarme el cuento escogido para esa noche...
Actualmente me sigue
sorprendiendo el recordar que tenía un repertorio variado de diversos
cuentos que luego me contaba. Primeramente, me daba a elegir y,
normalmente siempre escogía uno de mis favoritos: “Alí Babá y
los 40 ladrones”
Años posteriores,
siempre que se lo recordaba, él se reía porque no sé de dónde
podía sacar los cuentos que me contaba de memoria, sobre todo,
porque nunca le vi con una novela en la mano, ni un cuento. Pero lo
cierto era que, él, se los sabía.
Su voz ronca me
ronroneaba mientras me iba contando el cuento y la parte que más me
gustaba era aquella que decía: “...y entonces, Alí decía: sésamo
ábrete...y gggrrrrrrrrrummmm, la cueva se abría...” Era como si
me trasportase, en aquel momento, a la cueva con los mil y un tesoros
dentro y que solo se abría para mí. Y muy suavemente, me sentía
adormecida caer en los brazos de Morfeo hasta que llegaba a mí una
especie de sonido suave, tenue, leve, diferente al ruido que mi madre
hacía desde la cocina, fregando los platos de la cena. Era una
especie de: “...zzzzzz...rrrrrrr...” y entonces, me desvelaba un
poquito, le tocaba el brazo y le decía suavemente: “¡papá, que
te estás durmiendo!” y él volvía a recomponerse, justo donde se
había quedado.
Mi pasión por la lectura
empezó con él y sus extraordinarios cuentos nocturnos a la vera de
mi cama. Continuó con las narraciones de mi abuela, que me contaba
su historia familiar y de cómo conoció a su marido, Juan.
Pero mi padre, ya se ha
ido. Ha decidido marcharse un 24 de Febrero. Y se ha ido en silencio,
con tranquilidad y serenidad. Y sentada a la vera de su cama, estando
de cuerpo presente, me venían a la mente estos versos mientras que
contempla su semblante por última vez en mi vida:
Por todos aquellos besos
que no te he dado,
por todos aquellas
caricias que yo, me he quedado,
por todos los días que
me has dado,
por todo ello, te digo
adiós.
Has llenado mi vida con
tu presencia,
has llenado mi existencia
con tu experiencia,
has llenado mi alma con
tu ironía,
has llenado a mi hija,
con tu alegría.
Me llamabas María y
María era,
me enseñaste el pasar de
la horas,
con la mirada serena de
tu presencia,
con tu presencia, siento
la ausencia.
Por todos aquellos besos
que no te he dado,
por todos aquellas
caricias que yo me he quedado,
por todos los días que
has dado,
por todo ello te digo,
adiós.
Leí en un libro de
Kübler-Ross que lo mejor que los padres pueden dejar a sus hijos,
son los recuerdos de experiencias que han vivido juntos. Pues tú me
has dado eso y mucho mas.